lunes, 13 de abril de 2015

TRABAJO REALIZADO POR CRISTINA



TERROR EN EL METRO

En las ciudades medianas como Tres Cantos, me encuentro cómoda. Con un breve paseo llegas a todas partes, y en todo momento sabes dónde estás. Por eso, cuando mi madre me dijo que tenía que acompañarla a Madrid a hacer unos recados, la idea no me entusiasmaba. Una ciudad de millones de personas, todos con prisas, todos desconocidos, no era mi forma ideal de pasar la tarde.
Mucho peor fue cuando llegamos a Madrid y mi madre me dijo que teníamos que coger el metro porque llegábamos tarde. Yo sé que mi madre prefiere el autobús. Ver las calles, la gente paseando, saber si llueve o hace sol. Es verdad que el metro es más rápido, pero creo que es un transporte pensado para las hormigas. Las bocas de metro son lo más parecido a un hormiguero. Cuando sales del metro tienes que poner los ojos como los chinos, casi, casi cerrados, porque el sol te deslumbra.
Y cuando vas a entrar, tienes que ir con la nariz medio tapada porque el aire no circula y está muy cargado, que es la forma fina de decir que huele muy mal.
Como no  había más remedio fuimos al metro. Cogí muy fuerte la mano de mi madre y nos montamos en un vagón.
Otro misterio del metro es como los adultos no se pierden. ¿Cómo sabes el tren que tienes que coger?. ¿Y dónde te paras si no ves los edificios o monumentos  que sirven de referencia?. Algún día lo entenderé, de momento me agarraba a la mano de mi madre, como si estuviese pegada con el pegamento fuerte que utiliza m padre cada vez que hay que arreglar algo en casa. ( Es que mi padre es un desastre del bricolaje, y todo lo arregla con pegamento).
-"Prepárate nos bajamos en la próxima"-me dijo mi madre.
Cuando nos disponíamos a salir, entró un grupo de turistas japoneses con tanta fuerza que consiguieron que se escapase la mano de mi madre ( también las cosas que pega mi padre, acaban rompiéndose). En un abrir y cerrar de ojos, las puertas se cerraron y arrancó el tren. Me di una culada y estaba sentada en mitad del vagón, rodeada de japoneses que me fotografiaban y me sonreían amablemente, y, sin mi madre. Cuando me levanté el tren había dejado atrás la estación y estábamos en mitad de la negra noche del  túnel.


Intenté preguntar a los japoneses sobre como volver con mi madre, pero me hicieron más fotos. Tampoco era plan de ponerme a llorar, aunque ganas no me faltaban, así que respiré profundamente, y decidí que en la próxima parada me bajaría y cogería un tren de vuelta a la estación donde perdí el contacto con mi madre.
Me bajé en la siguiente estación. No podía ser muy difícil deshacer el camino recorrido. Atravesé un largo y  solitario pasillo que tenía forma de boca de cañón. Los azulejos blancos reflejaban mis pasos rápidos fruto de mis nervios y ansiedad.


Bajé dos largos tramos de escaleras y subí otro y llegué al andén. Decidida subí al tren, pero pronto  comprendí que debía haber equivocado el tren, o la dirección, o las dos cosas. El tren llegó a una estación que no recordaba de nada. Estaba completamente pérdida y no aguantaba más, me tiré al suelo y empecé a llorar y a patalear desesperada, los pocos pasajeros que había se alejaron de mÍ espantados, pensando que estaba loca y que podía ser peligrosa. Fue tan desesperado mi llanto que en la siguiente estación me quedé sola en el vagón. Todos los pasajeros se fueron y me dejaron sola. Y eso me dio tanta rabia, que aumentó mi lloro. Ya no lloraba por la tristeza de no encontrar a mi madre, sino por la rabia de que me tomasen por una loca. ¡Qué falta de solidaridad!.

Seguí llorando unas tres o cuatro estaciones más y, de puro agotamiento, me dormí. Cuando desperté seguía en el tren. Sola. Perdida. Estaba dispuesta a reconocer mi fracaso de volver yo sola a la estación  en que me había separado de mi madre. En la próxima estación me bajaría y le pediría socorro al primero que me encontrase. Y si era un policía mucho mejor. Sin embargo, el tren salió del túnel, llegó a la estación, y no se paró. Continuó su trayecto sin detenerse. Yo era la única pasajera, la velocidad del tren iba en aumento. Al llegar a una nueva estación empecé a golpear con fuerza en la ventanilla, tenía rojas las palmas de las manos. No había nadie en la estación. Mis gritos se perdían. El traqueteo del tren aumentaba.
Con decisión di un brinco y me colgué del tirador de la alarma; se rompió y me quedé con el pulsador en la mano. Las estaciones desiertas se sucedían con igual rapidez que los túneles. La luz del vagón empezó a temblar, y al aumentar la velocidad, sentía que el camino descendía poco a poco. Cada vez el tren estaba descendiendo en su camino, en una vertiginosa espiral  que bajaba al centro de la tierra. Las vueltas cada vez eran más cerradas y más rápidas hacia el centro, hasta que me mareé y perdí el sentido.


Cuando desperté oí las palabras de mi madre:
-"Prepárate nos bajamos en la próxima".
Se abrieron las puertas, atravesé a puñetazos y mordiscos un grupo de turistas japoneses. Y para volver a Tres Cantos, cogimos un autobús.

FIN.



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