TERROR EN EL METRO
En las ciudades medianas como
Tres Cantos, me encuentro cómoda. Con un breve paseo llegas a todas partes, y en
todo momento sabes dónde estás. Por eso, cuando mi madre me dijo que tenía que
acompañarla a Madrid a hacer unos recados, la idea no me entusiasmaba. Una
ciudad de millones de personas, todos con prisas, todos desconocidos, no era mi
forma ideal de pasar la tarde.
Mucho peor fue cuando llegamos a
Madrid y mi madre me dijo que teníamos que coger el metro porque llegábamos
tarde. Yo sé que mi madre prefiere el autobús. Ver las calles, la gente
paseando, saber si llueve o hace sol. Es verdad que el metro es más rápido,
pero creo que es un transporte pensado para las hormigas. Las bocas de metro
son lo más parecido a un hormiguero. Cuando sales del metro tienes que poner
los ojos como los chinos, casi, casi cerrados, porque el sol te deslumbra.
Y cuando vas a entrar, tienes que
ir con la nariz medio tapada porque el aire no circula y está muy cargado, que
es la forma fina de decir que huele muy mal.
Como no había más remedio fuimos al metro. Cogí muy
fuerte la mano de mi madre y nos montamos en un vagón.
Otro misterio del metro es como
los adultos no se pierden. ¿Cómo sabes el tren que tienes que coger?. ¿Y dónde
te paras si no ves los edificios o monumentos
que sirven de referencia?. Algún día lo entenderé, de momento me
agarraba a la mano de mi madre, como si estuviese pegada con el pegamento
fuerte que utiliza m padre cada vez que hay que arreglar algo en casa. ( Es que
mi padre es un desastre del bricolaje, y todo lo arregla con pegamento).
-"Prepárate nos bajamos en
la próxima"-me dijo mi madre.
Cuando nos disponíamos a salir,
entró un grupo de turistas japoneses con tanta fuerza que consiguieron que se
escapase la mano de mi madre ( también las cosas que pega mi padre, acaban
rompiéndose). En un abrir y cerrar de ojos, las puertas se cerraron y arrancó
el tren. Me di una culada y estaba sentada en mitad del vagón, rodeada de
japoneses que me fotografiaban y me sonreían amablemente, y, sin mi madre.
Cuando me levanté el tren había dejado atrás la estación y estábamos en mitad
de la negra noche del túnel.
Intenté preguntar a los japoneses
sobre como volver con mi madre, pero me hicieron más fotos. Tampoco era plan de
ponerme a llorar, aunque ganas no me faltaban, así que respiré profundamente, y
decidí que en la próxima parada me bajaría y cogería un tren de vuelta a la
estación donde perdí el contacto con mi madre.
Me bajé en la siguiente estación.
No podía ser muy difícil deshacer el camino recorrido. Atravesé un largo y solitario pasillo que tenía forma de boca de
cañón. Los azulejos blancos reflejaban mis pasos rápidos fruto de mis nervios y
ansiedad.
Bajé dos largos tramos de
escaleras y subí otro y llegué al andén. Decidida subí al tren, pero
pronto comprendí que debía haber
equivocado el tren, o la dirección, o las dos cosas. El tren llegó a una estación
que no recordaba de nada. Estaba completamente pérdida y no aguantaba más, me
tiré al suelo y empecé a llorar y a patalear desesperada, los pocos pasajeros
que había se alejaron de mÍ espantados, pensando que estaba loca y que podía
ser peligrosa. Fue tan desesperado mi llanto que en la siguiente estación me
quedé sola en el vagón. Todos los pasajeros se fueron y me dejaron sola. Y eso
me dio tanta rabia, que aumentó mi lloro. Ya no lloraba por la tristeza de no
encontrar a mi madre, sino por la rabia de que me tomasen por una loca. ¡Qué
falta de solidaridad!.
Seguí llorando unas tres o cuatro
estaciones más y, de puro agotamiento, me dormí. Cuando desperté seguía en el
tren. Sola. Perdida. Estaba dispuesta a reconocer mi fracaso de volver yo sola
a la estación en que me había separado
de mi madre. En la próxima estación me bajaría y le pediría socorro al primero
que me encontrase. Y si era un policía mucho mejor. Sin embargo, el tren salió
del túnel, llegó a la estación, y no se paró. Continuó su trayecto sin
detenerse. Yo era la única pasajera, la velocidad del tren iba en aumento. Al
llegar a una nueva estación empecé a golpear con fuerza en la ventanilla, tenía
rojas las palmas de las manos. No había nadie en la estación. Mis gritos se
perdían. El traqueteo del tren aumentaba.
Con decisión di un brinco y me
colgué del tirador de la alarma; se rompió y me quedé con el pulsador en la
mano. Las estaciones desiertas se sucedían con igual rapidez que los túneles.
La luz del vagón empezó a temblar, y al aumentar la velocidad, sentía que el
camino descendía poco a poco. Cada vez el tren estaba descendiendo en su
camino, en una vertiginosa espiral que
bajaba al centro de la tierra. Las vueltas cada vez eran más cerradas y más
rápidas hacia el centro, hasta que me mareé y perdí el sentido.
Cuando desperté oí las palabras
de mi madre:
-"Prepárate nos bajamos en
la próxima".
Se abrieron las puertas, atravesé
a puñetazos y mordiscos un grupo de turistas japoneses. Y para volver a Tres
Cantos, cogimos un autobús.
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