LA HORMIGA QUE QUISO VOLAR
Había una vez una hormiga y una mosca. La mosca estaba
volando todo el rato y la hormiga pensaba que le gustaría mucho, pero que
mucho, hacer lo mismo que ella. La hormiga era una real soñadora, era una
hormiga pequeñita y muy, muy negra, completamente negra. Y la mosca siempre
estaba ayudando a los demás, le encantaba que la gente recurriese a ella cuando
tenía algún problema.
Un día como otro cualquiera la mosca y la hormiga se
sentaron en una piedra y la hormiga le contó a la mosca la envidia que le daba
verla volar:
-Oye mosca. -dijo la hormiga mientras que tocaba con
una pata el minúsculo cuerpo de la mosca.
-¿Sí?-preguntó la mosca.
-¿ Tú me enseñarías a volar?
-Bueno... es un poquito difícil, pero ¡no hay nada que
perder! ¿No?-respondió la mosca a la hormiga.
Y la hormiga, llena de ganas por empezar, miró a la
mosca y le dijo:
-¡Vamos a ello!
La mosca intentó darle algunas ideas que se le iban
ocurriendo, como mover las patas o bien tirarse desde un sitio alto, pero nada
funcionó. En uno de esos intentos la hormiga cayó en picado al suelo y se hizo
un pequeño raspón. De repente, una mariquita apareció entre los matorrales. La
mariquita siempre tenía los pies en la tierra, era muy sensata y dulce, sobre
todo dulce y amable.
-¿Estás bien?-dijo
la mariquita con cara de susto.
-Sí, sí. No ha
sido nada, solo un golpecito. -aclaró la hormiga.
-¿Qué
pretendíais hacer?-les cuestionó la mariquita.
-Volar.
-interrumpió la mosca.
-¿Volar? –rió la
mariquita.
-¿De qué te
ríes?-preguntó la mosca algo ofendida.
-¡Las hormigas
no pueden volar!-les explicó la mariquita.-Anda, vamos a curarte ese raspón, y
recordad: “Agua que no has de beber, déjala correr”.
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